Beschreibung:

66 S.; Illustr.; 31 cm; geheftet.

Bemerkung:

Mittelmässiges Ex.; Einrisse / Ausrisse; gebräunt; viele Anstreichungen; berieben etc. - Vorwort Jorge E. Adoum. - Spanisch. - El Che comenzó siendo nuestro orgullo, porque era j nuestro. Si hasta les decíamos a los europeos: Qué triste debe ser no ser latinoamericano. Era la primera muestra de ese hombre futuro que América va a parir algún i día. Ei Che era ese ser de carne que ya estaba en la leyenda o, a la inversa, ese héroe de epopeya con el que hasta hace poco nos tomábamos un café. En esto combate universal contra el enemigo universal, El Clie era nuestro vietnamita. El hizo más noble nuestra América, más digna. E íbamos per ahí, los que no somos argentinos ni cubanos, orgullosos da haber nacido en el mismo continente que él, en la misma época que é). Me pregunto chora si los bolivianos también sienten lo mismo. Y ele la admiración y el cariño de la humanidad, cuando so hablaba da cualquiera de sus hazañas o de sus difíciles virtudes, teníamos en cierto modo, la pretensión de que nos tocaba una parte. Pero Ei Che se nos estaba convirtiendo, peligrosamente eu escusa. El hacía por nosotros lo que nosotros debíamos hacer. El hacía lo que sabíamos que había que hacer pero no hacíamos, lo que queríamos hacer pero no hicimos, lo que inevitablemente tenemos que hacer pero no hacernos. Nos representaba, era nuestro delegado contra ei imperialismo carnicero, el portavoz de nuestra protesta, nuestro comandante contra los folklóricos generales^ Y-, estábamos satisfechos, él lo hacía bien, tocio lo ha-bien. Y lo dejamos solo, comandante sin ejército. El cito estábamos aplaudiendo desde lejos su hombría, lirando su entereza, conmoviéndonos su integridad de 5n. Lo creíamos tan grande que no hacía falta algu-huestra pequenez a sus órdenes. Lo creíamos invulne-6. Por eso no hicimos nada para que esos indios im-pe^strables tuvieran una rendija en la piedra del alma por donde pudiera entrarles de una vez el futuro a aclarar las cosas de su tiniebla. Nada hicimos jamás para que esa india, con una hija enferma, supiera quién la estaba asesinando largamente y quién iba a salvarnos. Ella recibió los 50 pesos y otro lo delató. Y nosotros lo traicionamos, porque no estuvimos con él, delante de él, junto a él, detrás de é!, cuando lo cercaren los lobos. Estábamos, simplemente, leyendo los periódicos, preocupados par el pago del arriendo, emborrachándonos. Cuando se anunció su muerte, un silencio de estupor se hizo en el mundo, interrumpido sólo por las bombas que seguían cayendo, como todos los días, en Viet-Nam. El mundo no podía imaginar que la pequeña muerte de los hombres lo tocara. Cómo iba a ser posible que El Che cayera así, tan porque sí. Y no por sus vidas de gato, sino porque la muerte es tan poca cosa, y porque un teniente Prado es poca cosa, y un general Ovando es bien pequeña cosa. Y nos aferrábamos a las mentiras de la estupidez armada, a las contradicciones de la infamia, tra-tando de encontrar en ellas el indicio de que estaba vivo. Súbitamente nos volvimos expertos en lógica, como si los gorilas tuvieran nuestra lógica, expertos en trucaje de fotografías, analizábamos su barba, temíamos que fuera él pero hablábamos de esculturas del barroco. Todo porque no sabíamos nada de la lucha guerrillera. Cuando Fidel dijo que había muerto, bajamos la cabeza, y juntamos el montón de recuerdos, como hacemos cada vez que alguien muere, arrepentidos de no haber pensado antes en que podía morir, como para recomponerlo, para que las fotografías de memoria del Che adolescente, del Che guerrillero, del Che camarada, del Che ministro, nos los devolvieran completo, sin huecos sus pulmones y su vientre, íntegros sus huesos que dicen le han quebrado para meterlo en un tarro, intacta su piel que dicen haber quemado, "para que su tumba no se convierta en lugar de peregrinación". Pero, carajo, si no hay un solo matorral de América donde no haya caído, no hay un solo sitio que no sea su tumba de combatiente y mártir. Y nos sentimos miserables, con un poco de la culpa de su soledad, pero enorgulleciéndonos otra vez por aquella bofetada final que en nombre de todos nosotros dio a todos los coroneles en la cara de Selniche, y llenándonos de odio, más del que un ser humano puede soportar, contra Al Capone que se frotaba las manos en la Casa Blanca, contra ese Barrien-tos, híbrido de gorila y G. I. que también se frotaba las manos, y contra nuestra propia ¿qué? ¿Cobardía, dogma, comodidad, mutilación? Y entonces, sólo entonces, quisimos haber estado en Valle Grande, haber muerto junto a é!. No: en lugar de él. ... (Vorwort)